martes, 26 de marzo de 2024

Soledad

Paseaba por los infinitos pasillos de ese palacio antiquísimo. La desesperación se sentía en el aire. La regla era simple: nunca te quedes solo en una habitación. Si no estás solo, no aparecen. No estaba segura de qué, o quiénes. Solo sabía que no quería que aparecieran, por nada del mundo. Por supuesto, hasta que las autoridades se habían dado cuenta de que esa era la manera de evitarlos, varios habían muerto.
Viajábamos en grupo a todos lados. En grupo con quien sea, incluso completos desconocidos. Habíamos encontrado la forma de seguir con nuestras vidas más o menos normales, sin desobedecer la regla.
En eso estaba ese frío día de otoño, un mes después de que empezaran los ataques. Acompañada de cuatro compañeros, repartía las noticias por todo el palacio. Abrí una puerta y, antes de entrar, me aseguré de que mis compañeros me siguieran de cerca. Sin embargo, apenas entré, la puerta se cerró súbitamente detrás mío.
Estaba sola. Forcejeé con el picaporte, inútilmente. En tan solo segundos, las paredes de la habitación oscura comenzaron a derretirse. Excepto que no se estaban derritiendo. Miles de pequeñísimas criaturas brotaban de ellas, sin explicación posible. Contemplé horrorizada cómo me rodeaban, empuñando minúsculas navajas. Acepté mi destino: moriría sola.

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